Ya llevamos cien días resistiendo el
confinamiento. Hemos acatado los protocolos que el gobierno ha estimado
conveniente para proteger nuestra salud y nuestra vida. Y, también, asistimos a
un desconfinamiento progresivo porque, a la par con la salud, se debe proteger
la economía, que es la que nos provee los recursos para seguir la marcha.
Pues bien, a pesar de los brotes de
incultura o, por qué no, de rebeldía, algunos impulsados por la necesidad y
otros por la ignorancia, parece que vamos saliendo medianamente bien de la
tragedia del coronavirus aunque con una estela de fallecimientos que, por
fortuna no ha sido mayor por los cuidados antes mencionados de la ciudadanía.
Fue tan inesperado y sorpresivo, que no
estábamos preparado para asumir el reto, sobre todo ante la incertidumbre de no
saber hasta cuándo podrá prolongarse. Nos dicen que todo tenderá a normalizarse
cuando aparezca la vacuna y empecemos a inmunizarnos de los ataques del
invisible enemigo.
Además del desastre económico, este
confinamiento no pasa impune por la vida de las personas. De las consecuencias
que nos va dejando esta situación anómala, sobresale el miedo, muchas veces
derivado en terror. Produce inestabilidad emocional y deriva en depresión.
Nuestra sociedad comienza a experimentar esta enfermedad, en este caso de
comportamiento y de inseguridad mental. Por decirlo de otro modo, un aumento de
enfermedades psicológicas que alteran el normal comportamiento de los
individuos.
Ya los científicos comienzan a nombrar
esas consecuencias como síndromes. El primero que podría mencionar es el
“síndrome de la inseguridad”, que significa que los individuos nos sentimos
inestables y sin las herramientas necesarias para combatir el mal. Es como una
minusvalidez frente al incierto futuro, que se agrava con el desconocimiento de
la naturaleza del enemigo y la carencia de armas efectivas para alejarlo
definitivamente de nuestras vidas.
También está el llamado “síndrome de
Bernout”, que se traduce en la sobrecarga laboral que experimentamos las
personas con el cambio de escenario para el trabajo. Los individuos nos
sentimos agotados porque vemos que se ha duplicado y, a veces, triplicado el
trabajo, el horario laboral es ahora indefinido, por lo que comienza el
desapego y la falta de voluntad para cumplir con nuestro deber.
Está igualmente el “síndrome de la
cabaña” que se da cuando comienza el desconfinamiento. Es el miedo a salir, de
volver a la calle, de abandonar el refugio del hogar que ahora hemos compartido
de manera tan intensa. Miedo a la gente, porque cualquiera puede contagiarnos,
miedo a los demás porque no sabemos cuál nos acuchillará para robarnos en
cualquier esquina.
Brotes de comportamiento que van a
requerir de tratamiento y que ojalá el gobierno haya previsto, para que no
padezcamos otra desgracia más en nuestro martirizado país.
Ibagué, miércoles 8, julio, 2020.