A raíz del
atropello de la policía contra George Floyd en Estados Unidos, que lo llevó a
la muerte, se desató en el mundo una oleada de protestas contra el racismo y,
de paso, contra la desigualdad social.
Oleada que
desató a su vez la exteriorización de un odio concentrado en el ser humano
contra la historia y quienes erigieron desde el interior del tiempo, valores y
poderes que poco han cambiado desde entonces. Las colonizaciones, por ejemplo,
antiguas y modernas, que conllevan la humillación, los vejámenes más atroces y
el sometimiento de los vencidos.
Esos valores
y esos poderes se han perpetuado en las estatuas, que decoran las plazas del
mundo y las casas y castillos señoriales, como símbolos de poder. Así,
criminales y conquistadores depravados pasaron a la historia y se perpetuaron
en monumentos, creando culto a la personalidad en muchos casos.
De ellas
expresa desde Manizales el director de “Hoyos Editores”: “Con la estatua el
hombre quiere elevar a la perpetuidad a un ser humano que estima como ejemplar.
La estatua sería una especie de momificación en bronce o piedra ya que no se
corrompe y sus valores simbólicos no los borrará el paso del tiempo. Erigir una
estatua es visualizar un poder, una forma de pensar, una forma de sentir. Toda
una idiosincrasia es colocada por encima de la gente”. (Pedro Felipe Hoyos
Körbel)
Derrumbar
una estatua simboliza dominar el poder que representa, destruirlo, afirmar la
revancha que los del común expresan frente a cientos de años de abusos y
barbarie del poder.
Pero sucede
que detrás de cada estatua, cada monumento, ya en mármol o bronce (símbolos de
perpetuidad) hay un artista que creó la imagen del agraciado (o desgraciado) y
supo poner en juego sus conocimientos y su arte: el escultor.
Destruir una
estatua también es una afrenta al escultor, ese artista con seguridad
contratado para erigir ese símbolo de la sociedad.
Desde
tiempos inmemoriales los dignatarios, ya de la realeza o de la iglesia,
contratan a los mejores artistas para perpetuar su imagen. Sucede en la
actualidad, cuando los gobiernos contratan escultores para erigir los bustos o
las estatuas de los personajes que, según su criterio, merecen perpetuarse en
las plazas públicas o en los salones del ejercicio cotidiano de la autoridad.
De esta
manera, pienso que no hay un pueblo que no tenga esos símbolos en su haber.
Por eso creo
que destruirlas no sea la mejor opción, aunque la furia popular es
impredecible. Retirarlas de las áreas públicas y conservarlas en otros sitios,
no solo permitiría preservar la memoria histórica, por lo que representaron,
sino también el respeto por el artista, sus conocimientos, su estilo, su
capacidad de creación e, incluso, su historia personal.
El Nuevo
Día, Ibagué, miércoles 1, julio, 2020.
(Fotografía:
mi amigo Miguel, insultado por la ignorancia. Tomada de la Internet)