PROVERBO VIII
En cualquier sitio donde estés, ese será
tu verdadero sitio. Disfrútalo.
Dijo que se llamaba Yuberney sin que
ninguno se lo hubiera preguntado. Debía tener unos veinte años. O si era más la
diferencia, la supongo bastante escasa. Digo yo, que a veces me gusta imaginar
la vida de los otros. Lucía cabellera desgreñada hasta los hombros y
desparramada en mechones, casi suelta, sobre la frente, tanto que ocultaba
fastidiosa la expresión de sus ojos. Sólo cuando sacudió la cabeza y los
mechones flotaron por unos instantes sobre su cara, pude verle los ojos, que me
parecieron entre verdes y azules, como los de una gata en celo.
Su vestuario respiraba moda por todas
partes, yines Levis, camiseta Lacoste y zapatillas Bosi. Y un bolso de cuero,
terciado en su pecho, de la misma marca. ¿O era Vélez? ¿Quizás Arturo Calle?
—¿A qué te dedicas, Yuberney? —intenté
descubrir sus intenciones.
—Oficios varios —me contestó altanero—.
No creo que le importe.
Su voz era aflautada, como sin
convicción, y su timbre contrastaba con su apariencia deportiva, de joven
robusto, ejercitado en gimnasios o, por lo menos, en campos con aparatos de
ejercicios. Cómo se equivoca uno, pienso ahora que recuerdo aquel episodio. Su
ropaje era apenas una fachada.
—No queremos que nos interrumpas —le
explicó mi amigo Alcides, todavía con el pocillo de café en el aire, a la
altura de sus labios.
—Me gustaría compartir con ustedes…
—Pues no nos apetece —ripostó Efraín
tamborileando sus dedos sobre la mesa—. Los hijos de papi no son bienvenidos en
éste círculo. No te lo mereces.
—¿Cómo?
—Ustedes se creen más que los demás.
Sin mediar más conversación ni otra
explicación, metió la mano en su bolso y sacó una pequeña pistola, que parecía
de juguete.
—¡Son ustedes los que sobran en esta
ciudad, malparidos! —exclamó rabioso.
Primero disparó a la pierna de Alcides y
luego al brazo de Efraín, antes de salir corriendo, con la cabellera sobre los
ojos, y una agilidad de atracador que me pareció indecente.
—¡Me jodió! —gritó Alcides desde el
piso.
—¡Nos jodió! —exclamo al unísono Efraín,
tratando de contener la sangre que manaba en su brazo..
—¡Nos jodimos! —les grité, a tiempo que
observaba la silueta de Ananías, que se acercaba receloso a nuestra mesa en la
terraza del café—. ¡Se llevó el celular que estaba encima de la mesa! ¡Llamen a
la policía!
Por fortuna los dos no vieron comprometidos
ninguno de sus órganos vitales y del susto, el rasguño, la sangre escandalosa y
los madrazos sólo quedó la anécdota, que cada uno contó a su manera y creció
con los chismosos casi al tamaño de una novela.
Como para que Ananías, pienso ahora
sosegado, hubiera llegado temprano y observado la escena desde su impasibilidad
creadora. Seguro que hubiera tenido tema para burlarse de Francisco, que
cojearía hacia una narración más equilibrada, tal vez un minicuento. No una
novela, a menos que inventara la vida de cada uno de los heridos, las acoplara,
las contara y las uniera en el momento de los disparos, y agregara a la mujer
de sus sueños a la escena, que no vio del todo porque no estaba presente.