domingo, 12 de julio de 2020

Lectura de domingo


PROVERBO VIII
En cualquier sitio donde estés, ese será tu verdadero sitio. Disfrútalo.
Dijo que se llamaba Yuberney sin que ninguno se lo hubiera preguntado. Debía tener unos veinte años. O si era más la diferencia, la supongo bastante escasa. Digo yo, que a veces me gusta imaginar la vida de los otros. Lucía cabellera desgreñada hasta los hombros y desparramada en mechones, casi suelta, sobre la frente, tanto que ocultaba fastidiosa la expresión de sus ojos. Sólo cuando sacudió la cabeza y los mechones flotaron por unos instantes sobre su cara, pude verle los ojos, que me parecieron entre verdes y azules, como los de una gata en celo.
Su vestuario respiraba moda por todas partes, yines Levis, camiseta Lacoste y zapatillas Bosi. Y un bolso de cuero, terciado en su pecho, de la misma marca. ¿O era Vélez? ¿Quizás Arturo Calle?
—¿A qué te dedicas, Yuberney? —intenté descubrir sus intenciones.
—Oficios varios —me contestó altanero—. No creo que le importe.
Su voz era aflautada, como sin convicción, y su timbre contrastaba con su apariencia deportiva, de joven robusto, ejercitado en gimnasios o, por lo menos, en campos con aparatos de ejercicios. Cómo se equivoca uno, pienso ahora que recuerdo aquel episodio. Su ropaje era apenas una fachada.
—No queremos que nos interrumpas —le explicó mi amigo Alcides, todavía con el pocillo de café en el aire, a la altura de sus labios.
—Me gustaría compartir con ustedes…
—Pues no nos apetece —ripostó Efraín tamborileando sus dedos sobre la mesa—. Los hijos de papi no son bienvenidos en éste círculo. No te lo mereces.
—¿Cómo?
—Ustedes se creen más que los demás.
Sin mediar más conversación ni otra explicación, metió la mano en su bolso y sacó una pequeña pistola, que parecía de juguete.
—¡Son ustedes los que sobran en esta ciudad, malparidos! —exclamó rabioso.
Primero disparó a la pierna de Alcides y luego al brazo de Efraín, antes de salir corriendo, con la cabellera sobre los ojos, y una agilidad de atracador que me pareció indecente.
—¡Me jodió! —gritó Alcides desde el piso.
—¡Nos jodió! —exclamo al unísono Efraín, tratando de contener la sangre que manaba en su brazo..
—¡Nos jodimos! —les grité, a tiempo que observaba la silueta de Ananías, que se acercaba receloso a nuestra mesa en la terraza del café—. ¡Se llevó el celular que estaba encima de la mesa! ¡Llamen a la policía!
Por fortuna los dos no vieron comprometidos ninguno de sus órganos vitales y del susto, el rasguño, la sangre escandalosa y los madrazos sólo quedó la anécdota, que cada uno contó a su manera y creció con los chismosos casi al tamaño de una novela.
Como para que Ananías, pienso ahora sosegado, hubiera llegado temprano y observado la escena desde su impasibilidad creadora. Seguro que hubiera tenido tema para burlarse de Francisco, que cojearía hacia una narración más equilibrada, tal vez un minicuento. No una novela, a menos que inventara la vida de cada uno de los heridos, las acoplara, las contara y las uniera en el momento de los disparos, y agregara a la mujer de sus sueños a la escena, que no vio del todo porque no estaba presente.